La liturgia de estos días nos invita a meditar sobre el discurso del Pan de la Vida, contenido en el capítulo sexto del Evangelio según san Juan. Una consecuencia directa de esta meditación, es la adoración del misterio de la Eucaristía, la presencia real de Jesucristo entre nosotros, bajo las especies de pan y de vino. Nuestros ojos ven pan y vino, pero nuestra fe confiesa que detrás de esa realidad, se encuentra misteriosamente el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo.
Esta confianza no es fácil de mantener, y la duda o la desconfianza acechan, especialmente a quienes más trato debieran tener con tal misterio. Es el caso de un monje benedictino del siglo XIV: estaba celebrando la Eucaristía en un pobre monasterio, situado en un inhóspito puerto de montaña. Hacía frío, no había nadie en la Iglesia (era absolutamente normal celebrar una misa sin pueblo), y la tentación de la duda acechó al monje sacerdote, cuando vio que llegaba en medio de la helada ventisca un campesino, Juan Santín, para asistir al Santo Sacrificio.
El monje lo despreció en su corazón: ¿para ver pan y vino viene este necio? Pero, para su confusión, el pan y el vino que tenía entre sus manos se convirtió en carne y sangre verdaderos. Así premió el Señor la fe sencilla del que se molestó para asistir a la Eucaristía, y confundió la impía duda del monje.
El lugar se llama El Cebreiro. Está sobre el puerto, a través del cual cruzan los peregrinos que van a Santiago las montañas de Galicia. El monasterio benedictino desapareció con las tormentas ideológicas del siglo XIX, pero el recuerdo del Milagro perdura, pues los Reyes Católicos, durante su peregrinación, dejaron allí un relicario para custodiar el cáliz y la patena del milagro.
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