El 19 de mayo de 1840 compró el British Museum de Londres un manuscrito precioso; se trataba de una copia, espléndidamente iluminada, del Comentario de Beato de Liébana al Apocalipsis de San Juan. El códice había sido copiado en el scriptorium del monasterio de Santo Domingo de Silos pero ya había tenido una vida ajetreada desde sus propios comienzos.
Extraña que un cenobio tan antiguo como el de San Sebastián de Silos, situado al sur de la provincia de Burgos, fundada hacia finales del siglo IX o principios del X, no contara entre sus libros con un ejemplar de obra tan característica como éste hasta finales del siglo XI. Conocemos relativamente bien las vicisitudes de la biblioteca silense, sus manuscritos más antiguos, el renacer del scriptorium en tiempos del santo abad Domingo, que luego daría nombre al monasterio, el apogeo de los tiempos de don Fortunio... Pero en ningún momento hallamos que, a lo largo del siglo X, los monjes silenses dedicaran su tiempo y esfuerzo a la copia de un Beato, libro que, desde sus orígenes en la Liébana, a finales del siglo VIII, gozaba de un predicamento extraordinario. La casualidad y el interés de un archivero silense del siglo XVIII, el padre Domingo Ibarreta, han hecho que se conserven en el monasterio de Silos tres folios, procedentes de Santa María la Real de Nájera. Uno de esos folios, otrora del monasterio riojano de Cirueña, se fecha en el siglo IX, siendo así el testimonio más antiguo conservado de la transmisión manuscrita del Comentario de Beato, único además por su primitiva iluminación.
Pero nada de esto atañe directamente a Silos. A finales del siglo XI, cuando el texto de Beato empezaba a ser más raramente copiado y utilizado, los monjes de Silos deciden emprender la costosa tarea. Costosa porque se trataba de un códice que requería muy buen pergamino, tintas variadas, oro y plata para ser profusamente ilustrado. Si quería llevar a cabo una obra cuidada y bien acabada, era necesario además disponer de buenos calígrafos e iluminadores. Silos no carecía en este momento de nada de ello; los monjes Domingo y Muño pusieron manos a la obra, y el jueves, 18 de abril de 1091, a la sexta hora del día, dieron fin a la labor de copia del texto, que pudo llevarles unos cuantos meses. Siguiendo la costumbre, podían dar gracias a Dios por haberles permitido finalizar su obra: "Bendito sea el Señor que me condujo al puerto de esta obra. Bendigo también al rey del Cielo que me ha hecho llegar sin daño al final de este libro, amén".
Y es que la labor del copista es harto dificultosa, como ellos mismos se encargan de recordar al lector: «La labor del escriba aprovecha el lector; aquél cansa su cuerpo y éste nutre su mente. Tú, seas quien seas, que te aprovechas de este libro, no te olvides de los escribas, para que el Señor se olvide de tus pecados. Porque quien no sabe escribir no valora este trabajo. Por si quieres saberlo, te lo voy a decir puntualmente: el trabajo de la escritura hace perder la vista, dobla la espalda, rompe las costillas y molesta al vientre, da dolor de riñones y causa fastidio a todo el cuerpo. Por eso tú, lector, vuelve las hojas con cuidado y aleja tus dedos de las letras, porque igual que el pedrisco destroza una cosecha, así el lector inútil borra el texto y destruye el libro.»
Finalizada su tarea, Domingo y Muño debieron pasar la obra, aún no encuadernada, a los iluminadores para que, en un año más o menos copiaran las iluminaciones del modelo en los espacios dejados en blanco al efecto. Pero entonces empezaron a sucederse unos problemas, cuya exacta determinación ignoramos. El caso es que, a la muerte del abad Fortunio, ocurrida hacia el año 1100, sólo se había llevado a cabo una mínima parte de las miniaturas. El trabajo debió paralizarse en los años sucesivos, pues el siguiente abad, don Juan, quien tuvo la dicha de recibir el manuscrito íntegramente iluminado de manos de su prior, don Pedro, quien debió llevar a cabo la mayor parte del trabajo que faltaba. La casualidad quiso que el 30 de junio de 1109, fecha del remate de toda la obra, fuera también el día de la muerte del rey Alfonso VI que había sido un insigne bienhechor de la casa de Santo Domingo.
El estado de conservación del manuscrito es tal que da la impresión de haber sido muy poco usado. Casi cincuenta años después de su remate, fue utilizado para copiar en uno de sus folios en blanco un documento que, por su importancia para la comunidad, merecía custodiarse en lugar seguro. Nos referimos a la división entre las mesas abacial y conventual, que tuvo lugar en 1158. Un lector curioso lo tuvo entre sus manos en el siglo XIV y señaló los pasajes que más le llamaron la atención. A partir de este momento ignoramos todo sobre él; en algún momento salió de Silos para no volver jamás.
En el siglo XVIII pertenecía al cardenal Antonio de Aragón, quien lo donaría al colegio de San Bartolomé de Salamanca, de donde pasó, cuando la supresión de dichos colegios, a la Biblioteca Real de Madrid. Cabe suponer que de ahí lo cogió José Bonaparte cuando fue rey de España, y luego fue vendido por él mismo al British Museum, cuando sólo era conde de Survilliers.
Esta es, grosso modo, la historia de un manuscrito que si bien a nivel textual no plantea mayores problemas, deberá ser profundamente estudiado a nivel iconográfico para determinar con precisión las diferentes manos que en él intervinieron, sus modelos e influencias, sus innovaciones, etc. Todo ello sin contar con que, en época indeterminada, fue enriquecido con unos folios, espléndidamente decorados, procedentes de un antifonario también silense, y de una visión del infierno, única para el arte románico. Pero también un análisis paleográfico concienzudo dará luz sobre la introducción paulatina de la escritura carolina en el reino de Castilla, ya que, escrito íntegramente en minúscula visigótica, son sin embargo frecuentísimas en el códice las influencias de la nueva forma de escribir.
Por encima de estas consideraciones más o menos eruditas, creo que es fundamental una valoración estética de nuestro manuscrito; con frecuencia olvidamos los sentimientos ante una obra de arte antigua o medieval para pasar rápidamente al análisis racional. Y no es esto lo que pretendieron Domingo y Muño y, sobre todo, el prior Pedro. El ejemplar silense de la obra de Beato es, sin ninguna duda, uno de los más bellos entre todos los conservados. Además, da la impresión de haber salido hace un momento de las manos de sus autores, pues novecientos años de historia apenas han dejado huella en él (en todo el manuscrito sólo se echan en falta tres folios). La edición facsímil del mismo, largo tiempo anhelada, será del mayor interés para los estudiosos, pero, sobre todo, será más útil para cuantos aman la belleza y se gozan en ella.