Martirio de Perpetua, Felicidad, Revocato, Saturnino y Secundulo Menologio de Basilio II (año 1000) |
La Liturgia recuerda hoy la Pasión de las santas Perpetua y Felicidad, en Cartago, la opulenta ciudad del norte de África, en el actual Túnez. Esta antigua ciudad, enemiga de Roma, que terminó cayendo en su poder tras las guerra púnicas, vio florecer una heroica comunidad cristiana. Conservamos el relato de su martirio, que todavía hoy nos llena de admiración, por más que aquellos lugares santos que se erigieron sobre sus tumbas han desaparecido. El texto de su Pasión dice así:
Brilló por fin el día de la victoria de los mártires y marchaban de la cárcel al anfiteatro, como si fueran al cielo, con el rostro resplandeciente de alegría, y sobrecogidos no por el temor, sino por el gozo. La primera en ser lanzada en alto fue Perpetua y cayó de espaldas. Se levantó, y como viera a Felicidad tendida en el suelo, se acercó, le dio la mano y la levantó. Ambas juntas se mantuvieron de pie y, doblegada la crueldad del pueblo, fueron llevadas a la puerta llamada Sanavivaria. Allí Perpetua fue recibida por un tal Rústico, que por entonces era catecúmeno, y que la acompañaba. Ella, como si despertara de un sueño (tan fuera de sí había estado su espíritu), comenzó a mirar alrededor suyo y, asombrando a todos, dijo:
«¿Cuándo nos arrojarán esa vaca, no sé cual?».
Como le dijeran que ya se la habían arrojado, no quiso creerlo hasta que comprobó en su cuerpo y en su vestido las marcas de la embestida. Después, haciendo venir a su hermano, también catecúmeno, dijo:
«Permaneced firmes en la fe, amaos los unos a los otros y no os escandalicéis de nuestros padecimientos».
Del mismo modo Saturo, junto a la otra puerta, exhortaba al soldado Pudente, diciéndole:
«En resumen, como presentía y predije, hasta ahora no he sentido ninguna de las bestias. Ahora créeme de todo corazón: cuando salga de nuevo, seré abatido por una única dentellada de leopardo».
Cuando el espectáculo se acercaba a su fin, fue arrojado a un leopardo y de una dentellada quedó tan cubierto de sangre, que el pueblo, cuando el leopardo intentaba morderle de nuevo, como dando testimonio de aquel segundo bautismo, gritaba:
«Salvo, el que está lavado; salvo, el que está lavado». Y ciertamente estaba salvado por haber sido lavado de esta forma.
Entonces Saturo dijo al soldado Pudente:
«Adiós, y acuérdate de la fe y de mí; que estos padecimientos no te turben, sino que te confirmen».
Luego le pidió un anillo que llevaba al dedo y, empapándolo en su sangre, se lo entregó como si fuera su herencia, dejándoselo como prenda y recuerdo de su sangre. Después, exánime, cayó en tierra, donde se encontraban todos los demás que iban a ser degollados en el lugar acostumbrado. Pero el pueblo exigió que fueran llevados al centro del anfiteatro para ayudar, con sus ojos homicidas, a la espada que iba a atravesar sus cuerpos. Ellos se levantaron y se colocaron allí donde el pueblo quería, y se besaron unos a otros para sellar el martirio con el rito solemne de la paz. Todos, inmóviles y en silencio, recibieron el golpe de la espada; especialmente Saturo, que había subido el primero, pues ayudaba a Perpetua, fue el primero en entregar su espíritu. Perpetua dio un salto al recibir el golpe de la espada entre los huesos, sin duda para que sufriera algún dolor. Y ella misma trajo la mano titubeante del gladiador inexperto hasta su misma garganta. Quizás una mujer de este temple, que era temida por el mismo espíritu inmundo, no hubiera podido ser muerta de otra forma, si ella misma no lo hubiese querido. ¡Oh valerosos y felices mártires! ¡Oh, vosotros, que de verdad habéis sido llamados y elegidos para gloria de nuestro Señor Jesucristo!
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